Los tinteros ya no existen en los colegios. Ahora se usan los bolis o los rotuladores, la tablet o la computadora.
A veces los recuerdos te invaden, un suceso cualquiera te hace viajar al pasado y vuelves a vivir aquel momento.
Y esto sucedió un sábado.
Un sábado que vuelvo a vivir en presente…
Hace tiempo que mi “jefa” insiste para que arregle la biblioteca. Que si está hecha un asco, que no hay forma de encontrar nada, que…
Tiene razón, está muy desordenada: libros fuera de sitio, libros acostados sobre los que están de canto, libros sobre el piano, sobre la mesa del ordenador, en las sillas, en cualquier parte.
Me gusta verlos en su sitio, pero mejor si los ordenara un duendecillo; llego tan cansado de la oficina… Siempre digo: “lo haré el fin de semana”, pero pasa uno y otro más y nada.
Sin embargo, este sábado me levanto temprano, está lloviendo, con terquedad, como si no viniera haciéndolo desde no sé cuándo. Hace meses que no para de gotear.
¿Quién de las dos es más tozuda? Ella, claro.
Es el día apropiado para contrarrestar el efecto depresivo de la lluvia y detener el machacón sonsonete de mi dueña repitiendo que arregle la biblioteca.
Después del tazón de café con leche bien caliente, tostadas con mantequilla y mermelada de naranja, en pantalón de chándal y sudadera sobre el pijama, gamuza en mano, me pongo a la faena.
Vacío un estante y limpio cuidadosamente el polvo. Ella pasa de un lado para otro, laboriosa y contenta como una ardilla, arreglando la casa, cantando mentiras, sonrientes los verdes ojos, feliz de ver por fin a su “cari” haciendo limpieza.
Alcanzo cada volumen, acaricio suavemente el lomo con el paño y leo la portada… mi mente se llena de recuerdos, mientras los acomodo otra vez en el mismo sitio.
Son libros de historia, encuadernados en rústica; pero… hay un intruso entre ellos. ¿Cómo vendría a parar aquí un ejemplar de lecturas juveniles?: “Aventuras de Tom Sawyer”.
¡Entrañable Tom! ¡Cuántos recuerdos! Tapas raídas, hojas amarillas, con olores de antiguo y manchas de viejo. ¡Tantas veces leído, soñado! Lo abro con fervor…
—“¡Tom!…” —oigo la voz severa y tierna de tía Polly. Tom ha ido al río, ha hecho novillos. El castigo de pintar la valla… Veo el pueblo de Tom, su casa, la rústica valla de madera…
Me hubiera gustado ser él. Correr libremente, hacer novillos…, nunca los hice. Travieso sí, pero de otra manera, mis gafas… Tom, la tía Polly, aquella valla… todo se va desvaneciendo…, libros, estantes, el gorjeo de una esposa feliz…, me voy hacia dentro, con el recuerdo de otra historia, mi propia historia, mi propia valla…
Veo el patio vacío de mi colegio, una tarde pegajosa de mayo.
El antiguo colegio salesiano de San Matías, del que ya no quedan más que los recuerdos.
En el tercer piso, al fondo del pasillo, estamos treinta y dos chavales entre doce y trece años, amodorrados, prisioneros de los pupitres, soportando la voz del profesor que zumba como un moscardón, explicando, quien sabe qué…
Se nos llama pomposamente “los mayores”, por estar en el último curso.
Inauguramos el primer bachillerato, por tal motivo disfrutamos de un trato especial: más clase, más exigencia, más estudio, menos recreo, menos diversión, menos libertad.
Cuando suena el timbre salen todos de estampida, menos yo, que soy el último, con un miedo atroz a que me rompan las gafas.
Aquel día, un minuto antes, Andrés se había levantado a por la botella de tinta para rellenar el tintero de su mesa. Al salir en tromba lo arrollan, empujan y tiran. Juan y yo acudimos junto a él. Le ayudamos a levantarse. Se esfuerza por no llorar de rabia.
—¡Arrea, qué manchas!
—Me zurrarán en casa ¾dice, lloroso.
—Tú no tuviste la culpa.
—Eso qué importa. A mi padre le encanta darme con el cinto.
—Y todo por culpa de…
—Si los mancharan a ellos.
—Ya me gustaría. Que tuvieran ellos las manchas, a ver que les pasaría en casa.
—¡Ojalá les pasara eso!
—Cómo me gustaría mancharlos también.
—Y a mí, pero ¿cómo?
—Si llenamos los tinteros hasta el borde, cuando entren…
—¡Claro! ¡La que se puede armar!
Dicho y hecho, llenamos todos los tinteros a rebosar y nos vamos al recreo.
En el patio hay un bullicio enorme de balones y pelotas, de chicos que corren para todas partes.
Desde que con un balonazo me clavaron un cristal de la gafa a unos milímetros del ojo, procuro no exponerme y me paso el recreo mirando cómo juegan.
A toque de campanilla, formamos en filas.
Primero suben los pequeños, nosotros los últimos, sin vigilancia, a la carrera por el pasillo, queriendo todos ser el primero.
Entonces se forma un tapón en la puerta, que revienta a fuerza de empuje, se precipitan sobre las mesas, montando en ellas al galope.
Los pupitres individuales, de madera, crujen lastimosos, zarandeados por la violencia de sus jinetes.
Andrés, Juan y yo entramos los últimos, tranquilamente. El espectáculo genial. La tinta lo invadía todo: ropa, manos, rostros, pupitres, suelo.
Otro día termino de contar la historia de los tinteros.
Se alargó demasiado por hoy.
Jesús Muñiz
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