La vieja vendedora es la quinta y última parte del cuento En donde está el amor allí está Dios.
De pronto vio detenerse, precisamente frente a su ventana, a una vieja vendedora ambulante, que llevaba en la mano un cestito de manzanas.
Pocas quedaban, pues, sin duda, había vendido la mayor parte.
Iba, además, cargada con un saco lleno de leña, que debió recoger en los alrededores de alguna fábrica de carbón, y regresaba a su casa.
Como el saco la hiciese daño, quiso, a lo que pareció, mudarlo de hombro y lo dejó en el suelo.
Puso el cesto de manzanas sobre un poyo y comenzó a arreglar los trozos de leña.
Mientras la anciana estaba ocupada, un granujilla, venido de no se sabe dónde, y cubierto con una gorra hecha pedazos, robó una manzana del cesto y trató de escapar.
Lo advirtió la mujer, que volviéndose rápidamente, le asió de una manga.
El muchacho forcejeó, pero ella le retuvo con ambas manos, le arrancó la gorra y le tiró de los cabellos.
El muchacho gritaba y la vieja se enfurecía cada vez más.
Martín, sin perder tiempo ni siquiera en clavar la lezna, la dejó caer al suelo y corrió a la puerta, saliendo con tal prisa que a poco rueda por la escalera; pero las gafas se le caen en el camino.
Se precipita a la calle y encuentra a la vieja tirando aún de los cabellos al pillete, golpeándole sin misericordia y amenazando con entregarle a un guardia.
El muchacho seguía forcejando y negaba su delito.
—Yo no he cogido nada —gritaba—; ¿por qué me pegas?
¡Déjame!
Martín quiso separarlos. Cogió al muchacho de la mano y dijo:
—¡Déjalo, ancianita, perdónale por Dios!
—Voy a perdonarlo de modo que se acuerde hasta la próxima.
¡Voy a llevar a la prevención a este granuja!
Martín suplicó de nuevo:
—Déjalo, te digo que no lo volverá a hacer. Déjale en nombre de Dios.
La vieja soltó su presa y el muchacho iba a escapar, pero Martín le retuvo.
—Pide ahora perdón a esta anciana y no vuelvas en lo sucesivo a reincidir, porque yo te he visto coger la manzana.
El pequeñuelo rompió a llorar y pidió perdón entre sollozos.
—Vaya —exclamó Martín—, eso está bien, y ahora toma una manzana que te doy yo.
Y Martín cogió una del cesto y se la dio al muchacho.
—Voy a pagártela, buena mujer —continuó dirigiéndose a la vendedora.
—Mimas demasiado a ese granujilla —dijo la vieja.
Lo que le hubiera servido era sentarle las costuras de modo que se hubiera acordado toda la semana.
—¡Eh! ¿Qué es eso? —exclamó el zapatero—, nosotros juzgamos así, pero Dios nos juzga de otro modo.
Si hubiera que azotarle por una manzana ¿qué habría que hacer con nosotros por nuestros pecados?
La vieja guardó silencio.
Martín contó a la anciana la parábola del acreedor que perdonó la deuda y del deudor que quiso matar al que le había favorecido.
La vieja y el muchacho escuchaban.
—Dios nos manda perdonar —prosiguió Martín—, porque de otro modo no seremos perdonados…
Hay que perdonar a todos y, sobre todo, a los que no saben lo que hacen.
La vieja inclinó la cabeza y suspiró.
—No digo que no —murmuró la vendedora—; pero hay que reconocer que los niños están muy inclinados a hacer el mal.
—Por eso a nosotros los viejos nos corresponde enseñarles el bien.
—Eso es lo que yo digo —repuso la anciana—. He tenido siete hijos y sólo me queda una hija…
Y la vieja se puso a referir que vivía en casa de su hija y cuántos nietos tenía.
—¿Ves —dijo— qué débil soy? Pues a pesar de ello trabajo para mis nietos.
¡Son tan lindos, salen a mi encuentro con tanto cariño! ¿Y mi Aksintjka? Ésa sí que no iría con nadie más que conmigo:
“¡Abuelita —me dice—, querida abuelita!…”.
Y la vieja se enterneció.
—La verdad es que lo ocurrido no ha sido más que una niñería; ¡con que vete y Dios te guarde! —agregó dirigiéndose al chiquillo.
Pero como en aquel instante fuese la anciana a cargar de nuevo el saco sobre sus hombros, el pequeño añadió diciendo:
—Dámelo, viejecita, yo te lo llevaré; precisamente te vas por mi camino.
Y se fueron juntos, olvidándose la vendedora de reclamar a Martín el importe de la manzana, y el zapatero al quedar solo, les miraba alejarse y oía su conversación.
Les siguió un rato con la vista y luego volvió a su casa, encontró sus gafas intactas en la escalera, recogió su lezna y volvió de nuevo a la obra.
Trabajó un poco, pero ya no había bastante luz para coser, y vio pasar al empleado que iba a encender los faroles.
—Tengo que encender la lámpara —se dijo.
Prepara su quinqué, le cuelga y continúa el trabajo.
Terminada una bota, la examina: estaba bien.
Recoge sus herramientas, barre los recortes, descuelga la luz colocándola sobre la mesa y toma del estante el Evangelio.
Quiere abrir el tomo por la página en que había quedado la víspera, pero fue a dar en otra.
Al abrir el Libro Santo, recordó su sueño del día anterior y sintió que algo se agitaba detrás de él.
Volvióse Martín y vio, o se le figuró al menos, que había alguien en uno de los ángulos de la pieza… Era gente, en efecto, pero no la veía bien. Una voz murmuró a su oído:
—¡Martín! ¡Eh! ¡Martín! ¿Es que no me conoces?
—¡Soy yo! —dijo la voz— ¡Soy yo!
Y era Stepanitch que, surgiendo del obscuro rincón, le sonrió y desapareció esfumándose como una nube.
—¡Soy también yo! —dijo otra voz.
Y del rincón obscuro salió la forastera con el niño: la mujer sonrió, sonrió el niño y ambos se desvanecieron en la sombra.
—¡También soy yo! —exclamó una tercera voz.
Y surgió la vieja con el muchacho, el cual llevaba una manzana en la mano.
Ambos sonrieron y se disiparon como los anteriores.
Martín sintió una suprema alegría en su corazón; hizo la señal de la cruz, se caló las gafas y leyó el Evangelio por la página que estaba a la vista:
«Tuve hambre y me diste de comer; tuve sed y me diste de beber; era forastero y me has acogido”.
Y al final de la página:
“Lo que habéis hecho por el más pequeño de mis hermanos es a mí a quien lo habéis hecho” (San Mateo XXV).
Y Martín comprendió que su ensueño era un aviso del cielo; que, en efecto, el Salvador había estado aquel día en su casa, y que era a Él a quien había acogido.
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