Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único
El Evangelio de este domingo IV de Cuaresma (Juan, 3, 14-21) contiene una afirmación que considero fundamental.
No es una frase más. Es la afirmación que recoge el núcleo esencial de la fe cristiana. Este amor de Dios es el origen y el fundamento de nuestra esperanza.
Dios ama el mundo.
Lo ama tal como es. Inacabado e incierto. Lleno de conflictos y contradicciones. Capaz de lo mejor y de lo peor.
Este mundo no recorre su camino solo, perdido y desamparado. Dios lo envuelve con su amor por los cuatro costados.
Dios no se da de modo global «a la humanidad» en general, sino que hace su entrega total y gratuita de sí mismo a cada ser humano en singular.
Ama a cada ser humano al cien por cien, como si no existiera nadie más a quién amar. ¡Así deberíamos imaginarlo!
Y al mismo tiempo, al mirar al prójimo, de solo pensar cuánto le ama Dios, seguro que amaríamos mucho más a los demás.
Un amor de aceptación
Es importante amar a Dios. Pero mucho más importante es que Dios nos ama a nosotros.
Lo realmente difícil es aceptar -creer- este amor para mí, porque es reconocer que soy aceptado totalmente así como soy y que ese amor por mí no va a cambiar, ni va a desaparecer, ni a retroceder, ni me abandonará.
En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó primero. (1 Jn. 4,10).
Este es el cimiento de la fe cristiana y la certeza más profunda del Evangelio.
¿Por qué nos ama Dios?
Porque le dio la gana amarnos, porque sí.
No nos ama porque seamos buenos o por ninguna razón o mérito de nuestra parte.
Si el amor de Dios dependiera de algo que hay en mí, ya no sería incondicional. Solo depende de Él, porque Dios es el fundamento de su amor por mí.
Su amor por ti, no depende de ti. Aceptar que somos amados incondicionalmente es un acto de fe.
Si Dios me ama y me acepta tal como soy, también yo debo amarme y aceptarme a mí mismo. Yo no puedo ser más exigente que Dios, ¿no es verdad?
Un cambio radical
En Jesús, Dios no nos ha dado algo, sino que se ha dado él mismo. Así nos ama, con un amor que lo da todo sin pedir nada a cambio. Esto tiene consecuencias de la máxima importancia.
Primero. Jesús es, antes que nada, el «regalo» que Dios ha hecho al mundo, no solo a los cristianos.
Los investigadores pueden discutir sin fin sobre muchos aspectos de su figura histórica.
Los teólogos pueden seguir desarrollando sus teorías más ingeniosas.
Solo quien se acerca a Jesús como el gran regalo de Dios puede ir descubriendo en él, con emoción y gozo, la cercanía de Dios a todo ser humano.
Segundo. La razón de ser de la Iglesia, lo único que justifica su presencia en el mundo, es recordar el amor de Dios.
Lo ha subrayado muchas veces el Vaticano II: la Iglesia «es enviada por Cristo a manifestar y comunicar el amor de Dios a todos los hombres».
Nada hay más importante. Lo primero es comunicar ese amor de Dios a todo ser humano.
Tercero. Según el evangelista, Dios hace al mundo ese gran regalo que es Jesús,
no para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
Es peligroso hacer de la denuncia y la condena del mundo moderno todo un programa pastoral. Solo con el corazón lleno de amor a todos podemos llamarnos unos a otros a la conversión.
Si las personas se sienten condenadas por Dios, no les estamos transmitiendo el mensaje de Jesús, sino otra cosa: tal vez nuestro resentimiento y enojo.
Cuarto. En estos momentos en que todo parece confuso, incierto y desalentador, nada nos impide a cada uno introducir un poco de amor en el mundo.
Es lo que hizo Jesús. No hay que esperar a nada.
¿Por qué no va a haber en estos momentos hombres y mujeres buenos que introducen en el mundo amor, amistad, compasión, justicia, sensibilidad y ayuda a los que sufren…?
Estos construyen la Iglesia de Jesús, la Iglesia del amor.
La fe permite creer realmente en su amor y así vivir desde ahora en la vida eterna, que no es otra cosa que estar con Él, ahora y más allá de la muerte, amados desde siempre y para siempre.
Luciano García Medeiros
Para mi, la experiencia más palpable de que Dios nos ama, está en la primera palabra de la oración que Jesús nos dejó: Padre
Es una realidad maravillosa, pero me da la sensación de que mucha gente no acaba de creérselo, no se fía. Tienen una mala imagen de Dios. Si se lo creyeran su vida cambiaría radicalmente.