7. Nuestras reflexiones sobre la esencia del amor, inicialmente bastante filosóficas, nos han llevado por su propio dinamismo hasta la fe bíblica.
Al comienzo se ha planteado la cuestión de si, bajo los significados de la palabra amor, diferentes e incluso opuestos, subyace alguna unidad profunda o, por el contrario, han de permanecer separados, uno paralelo al otro.
Pero, sobre todo, ha surgido la cuestión de si el mensaje sobre el amor que nos han transmitido la Biblia y la Tradición de la Iglesia tiene algo que ver con la común experiencia humana del amor, o más bien se opone a ella.
A este propósito, nos hemos encontrado con las dos palabras fundamentales: eros como término para el amor « mundano » y agapé como denominación del amor fundado en la fe y plasmado por ella.
Con frecuencia, ambas se contraponen, una como amor « ascendente », y como amor « descendente » la otra.
Hay otras clasificaciones afines, como por ejemplo, la distinción entre amor posesivo y amor oblativo (amor concupiscentiae – amor benevolentiae), al que a veces se añade también el amor que tiende al propio provecho.
A menudo, en el debate filosófico y teológico, estas distinciones se han radicalizado hasta el punto de contraponerse entre sí: lo típicamente cristiano sería el amor descendente, oblativo, el agapé precisamente;
la cultura no cristiana, por el contrario, sobre todo la griega, se caracterizaría por el amor ascendente, vehemente y posesivo, es decir, el eros.
Si se llevara al extremo este antagonismo, la esencia del cristianismo quedaría desvinculada de las relaciones vitales fundamentales de la existencia humana y constituiría un mundo del todo singular, que tal vez podría considerarse admirable, pero netamente apartado del conjunto de la vida humana.
En realidad, eros y agapé —amor ascendente y amor descendente— nunca llegan a separarse completamente.
Cuanto más encuentran ambos, aunque en diversa medida, la justa unidad en la única realidad del amor, tanto mejor se realiza la verdadera esencia del amor en general.
Si bien el eros inicialmente es sobre todo vehemente, ascendente —fascinación por la gran promesa de felicidad—, al aproximarse la persona al otro se planteará cada vez menos cuestiones sobre sí misma, para buscar cada vez más la felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará « ser para » el otro.
Así, el momento del agapé se inserta en el eros inicial; de otro modo, se desvirtúa y pierde también su propia naturaleza.
Por otro lado, el hombre tampoco puede vivir exclusivamente del amor oblativo, descendente.
No puede dar únicamente y siempre, también debe recibir.
Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don.
Es cierto —como nos dice el Señor— que el hombre puede convertirse en fuente de la que manan ríos de agua viva (cf. Jn 7, 37-38).
No obstante, para llegar a ser una fuente así, él mismo ha de beber siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios (cf. Jn 19, 34).
En la narración de la escalera de Jacob, los Padres han visto simbolizada de varias maneras esta relación inseparable entre ascenso y descenso, entre el eros que busca a Dios y el agapé que transmite el don recibido.
En este texto bíblico se relata cómo el patriarca Jacob, en sueños, vio una escalera apoyada en la piedra que le servía de cabezal, que llegaba hasta el cielo y por la cual subían y bajaban los ángeles de Dios (cf. Gn 28, 12; Jn 1, 51).
Impresiona particularmente la interpretación que da el Papa Gregorio Magno de esta visión en su Regla pastoral.
El pastor bueno, dice, debe estar anclado en la contemplación.
En efecto, sólo de este modo le será posible captar las necesidades de los demás en lo más profundo de su ser, para hacerlas suyas: « per pietatis viscera in se infirmitatem caeterorum transferat »[4].
En este contexto, san Gregorio menciona a san Pablo, que fue arrebatado hasta el tercer cielo, hasta los más grandes misterios de Dios y, precisamente por eso, al descender, es capaz de hacerse todo para todos (cf. 2 Co 12, 2-4; 1 Co 9, 22).
También pone el ejemplo de Moisés, que entra y sale del tabernáculo, en diálogo con Dios, para poder de este modo, partiendo de Él, estar a disposición de su pueblo. « Dentro [del tabernáculo] se extasía en la contemplación, fuera [del tabernáculo] se ve apremiado por los asuntos de los afligidos: intus in contemplationem rapitur, foris infirmantium negotiis urgetur »[5].
8. Hemos encontrado, pues, una primera respuesta, todavía más bien genérica, a las dos preguntas formuladas antes: en el fondo, el «amor» es una única realidad, si bien con diversas dimensiones; según los casos, una u otra puede destacar más.
Pero cuando las dos dimensiones se separan completamente una de otra, se produce una caricatura o, en todo caso, una forma mermada del amor.
También hemos visto sintéticamente que la fe bíblica no construye un mundo paralelo o contrapuesto al fenómeno humano originario del amor, sino que asume a todo el hombre, interviniendo en su búsqueda de amor para purificarla, abriéndole al mismo tiempo nuevas dimensiones.
Esta novedad de la fe bíblica se manifiesta sobre todo en dos puntos que merecen ser subrayados: la imagen de Dios y la imagen del hombre.
[Traducción del texto italiano publicado por «Famiglia Cristiana» realizada por Zenit]
(Cuarta Entrega)
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