El ejercicio del amor por parte de la Iglesia como «Comunidad de Amor».
Segunda Parte
Cáritas
La caridad de la Iglesia como manifestación del amor trinitario
19. «Ves la Trinidad si ves el amor », escribió san Agustín[11].
En las reflexiones precedentes hemos podido fijar nuestra mirada sobre el Traspasado (cf.Jn19, 37; Za 12, 10), reconociendo el designio del Padre que, movido por el amor (cf. Jn 3, 16), ha enviado el Hijo unigénito al mundo para redimir al hombre.
Al morir en la cruz —como narra el evangelista—, Jesús « entregó el espíritu » (cf. Jn 19, 30), preludio del don del Espíritu Santo que otorgaría después de su resurrección (cf. Jn 20, 22).
Se cumpliría así la promesa de los « torrentes de agua viva » que, por la efusión del Espíritu, manarían de las entrañas de los creyentes (cf. Jn 7, 38-39).
En efecto, el Espíritu es esa potencia interior que armoniza su corazón con el corazón de Cristo y los mueve a amar a los hermanos como Él los ha amado, cuando se ha puesto a lavar los pies de sus discípulos (cf. Jn 13, 1-13) y, sobre todo, cuando ha entregado su vida por todos (cf. Jn 13, 1; 15, 13).
El Espíritu es también la fuerza que transforma el corazón de la Comunidad eclesial para que sea en el mundo testigo del amor del Padre, que quiere hacer de la humanidad, en su Hijo, una sola familia.
Toda la actividad de la Iglesia es una expresión de un amor que busca el bien integral del ser humano:
busca su evangelización mediante la Palabra y los Sacramentos, empresa tantas veces heroica en su realización histórica; y busca su promoción en los diversos ámbitos de la actividad humana.
Por tanto, el amor es el servicio que presta la Iglesia para atender constantemente los sufrimientos y las necesidades, incluso materiales, de los hombres.
Es este aspecto, este servicio de la caridad, al que deseo referirme en esta parte de la Encíclica.
La caridad como tarea de la Iglesia
20. El amor al prójimo enraizado en el amor a Dios es ante todo una tarea para cada fiel, pero lo es también para toda la comunidad eclesial, y esto en todas sus dimensiones: desde la comunidad local a la Iglesia particular, hasta abarcar a la Iglesia universal en su totalidad.
También la Iglesia en cuanto comunidad ha de poner en práctica el amor.
En consecuencia, el amor necesita también una organización, como presupuesto para un servicio comunitario ordenado.
La Iglesia ha sido consciente de que esta tarea ha tenido una importancia constitutiva para ella desde sus comienzos:
« Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común; vendían sus posesiones y bienes y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno » (Hch2, 44-45).
Lucas nos relata esto relacionándolo con una especie de definición de la Iglesia, entre cuyos elementos constitutivos enumera la adhesión a la
- « enseñanza de los Apóstoles »
- « comunión » (koinonia)
- « fracción del pan »
- « oración » (cf.Hch 2, 42).
La « comunión » (koinonia), mencionada inicialmente sin especificar, se concreta después en los versículos antes citados:
consiste precisamente en que los creyentes tienen todo en común y en que, entre ellos, ya no hay diferencia entre ricos y pobres (cf. también Hch 4, 32-37).
A decir verdad, a medida que la Iglesia se extendía, resultaba imposible mantener esta forma radical de comunión material.
Pero el núcleo central ha permanecido: en la comunidad de los creyentes no debe haber una forma de pobreza en la que se niegue a alguien los bienes necesarios para una vida decorosa.
[Traducción del texto italiano publicado por «Famiglia Cristiana» realizada por Zenit]
(Octava Entrega)
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