Los responsables de la acción caritativa de la Iglesia
32. Finalmente, debemos dirigir nuestra atención a los responsables de la acción caritativa de la Iglesia ya mencionados.
En las reflexiones precedentes se ha visto claro que el verdadero sujeto de las diversas organizaciones católicas que desempeñan un servicio de caridad es la Iglesia misma, y eso a todos los niveles, empezando por las parroquias, a través de las Iglesias particulares, hasta llegar a la Iglesia universal.
Por esto fue muy oportuno que mi venerado predecesor Pablo VI instituyera el Consejo Pontificio Cor unum como organismo de la Santa Sede responsable para la orientación y coordinación entre las organizaciones y las actividades caritativas promovidas por la Iglesia católica.
Además, es propio de la estructura episcopal de la Iglesia que los obispos, como sucesores de los Apóstoles, tengan en las Iglesias particulares la primera responsabilidad de cumplir, también hoy, el programa expuesto en los Hechos de los Apóstoles (cf. 2, 42-44):
la Iglesia, como familia de Dios, debe ser, hoy como ayer, un lugar de ayuda recíproca y al mismo tiempo de disponibilidad para servir también a cuantos fuera de ella necesitan ayuda.
Durante el rito de la ordenación episcopal, el acto de consagración propiamente dicho está precedido por algunas preguntas al candidato, en las que se expresan los elementos esenciales de su oficio y se le recuerdan los deberes de su futuro ministerio.
En este contexto, el ordenando promete expresamente que será, en nombre del Señor, acogedor y misericordioso para con los más pobres y necesitados de consuelo y ayuda[31].
El Código de Derecho Canónico, en los cánones relativos al ministerio episcopal, no habla expresamente de la caridad como un ámbito específico de la actividad episcopal, sino sólo, de modo general, del deber del Obispo de coordinar las diversas obras de apostolado respetando su propia índole[32].
Recientemente, no obstante, el Directorio para el ministerio pastoral de los obispos ha profundizado más concretamente el deber de la caridad como cometido intrínseco de toda la Iglesia y del Obispo en su diócesis[33], y ha subrayado que el ejercicio de la caridad es una actividad de la Iglesia como tal y que forma parte esencial de su misión originaria, al igual que el servicio de la Palabra y los Sacramentos[34].
33. Por lo que se refiere a los colaboradores que desempeñan en la práctica el servicio de la caridad en la Iglesia, ya se ha dicho lo esencial: no han de inspirarse en los esquemas que pretenden mejorar el mundo siguiendo una ideología, sino dejarse guiar por la fe que actúa por el amor (cf.Ga 5, 6).
Han de ser, pues, personas movidas ante todo por el amor de Cristo, personas cuyo corazón ha sido conquistado por Cristo con su amor, despertando en ellos el amor al prójimo.
El criterio inspirador de su actuación debería ser lo que se dice en la Segunda carta a los Corintios:
Nos apremia el amor de Cristo (5, 14).
La conciencia de que, en Él, Dios mismo se ha entregado por nosotros hasta la muerte, tiene que llevarnos a vivir no ya para nosotros mismos, sino para Él y, con Él, para los demás.
Quien ama a Cristo ama a la Iglesia y quiere que ésta sea cada vez más expresión e instrumento del amor que proviene de Él.
El colaborador de toda organización caritativa católica quiere trabajar con la Iglesia y, por tanto, con el Obispo, con el fin de que el amor de Dios se difunda en el mundo.
Por su participación en el servicio de amor de la Iglesia, desea ser testigo de Dios y de Cristo y, precisamente por eso, hacer el bien a los hombres gratuitamente.
34. La apertura interior a la dimensión católica de la Iglesia ha de predisponer al colaborador a sintonizar con las otras organizaciones en el servicio a las diversas formas de necesidad;
pero esto debe hacerse respetando la fisonomía específica del servicio que Cristo pidió a sus discípulos.
En su himno a la caridad (cf. 1 Co13), san Pablo nos enseña que ésta es siempre algo más que una simple actividad:
Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve (v. 3).
Este himno debe ser la Carta Magna de todo el servicio eclesial; en él se resumen todas las reflexiones que he expuesto sobre el amor a lo largo de esta Carta encíclica.
La actuación práctica resulta insuficiente si en ella no se puede percibir el amor por el hombre, un amor que se alimenta en el encuentro con Cristo.
La íntima participación personal en las necesidades y sufrimientos del otro se convierte así en un darme a mí mismo: para que el don no humille al otro, no solamente debo darle algo mío, sino a mí mismo; he de ser parte del don como persona.
Benedicto XVI
[Traducción del texto italiano publicado por «Famiglia Cristiana» realizada por Zenit]
(Décimocuarta Entrega)
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