Una visita extraordinaria, cambió mi vida, hace muchos años.
Faltaba poco para cerrar la librería.
La tarde estaba entrada en el ocaso.
Había sido un día intenso.
Me sentía cansada, diría que agotada.
Después de haber colocado en su sitio, los libros desperdigados aquí y allá, y apagar algunas luces, la tienda quedó en semi penumbra.
Me senté en el taburete que también hacía las veces de escalera y me recosté en la estantería detrás del mostrador.
Un gran peso sobre mis ojos los obligaba a cerrarse, abriéndolos de golpe, cuando me daba cuenta de mi sopor.
Mi cabeza incapaz de mantenerse erguida se doblaba hacia delante, balanceándose de un lado a otro.
Inmersa en esta lucha para conseguir mantener los párpados abiertos y no sucumbir en brazos de Morfeo estuve unos minutos.
De repente me espabiló el repequiteo de la campanilla en la puerta de entrada.
“¡Qué fastidio, un cliente precisamente ahora!”, pensé.
Entonces entró un bulto negro que al acercarse se fue perfilando más nítido, apareciendo una ancianita que a pesar de la edad, se mantenía erguida.
Lo que me sorprendió fue su vestimenta. Era antigua, oscura, larga hasta los pies, llevaba la cabeza cubierta con un velo negro, asomándole en la frente una tela blanca.
Ante este atuendo reaccioné y me dije: “Es una monja de las de hábito, de los que casi ya no se ven, por lo menos por la calle, tal vez en un convento”.
A pesar de la luz tenue, observé un rostro afable, con entrañable sonrisa.
Me miró fijamente a los ojos y con voz cálida, después de darme las buenas tardes, me dijo resuelta:
─Me llamo Teresa de Cepeda y Ahumada.
“¡Qué nombre tan rimbombante!”, pensé, aunque la verdad es que me sonaba.
Con la misma firmeza que se había presentado me pidió un título «Las Moradas».
Lo busqué en el ordenador y cual no fue mi sorpresa al ver que rezaba como autora, el mismo nombre con el que se había presentado la clienta.
De inmediato me percaté que se trataba de la mismísima Santa Teresa de Jesús.
En aquel momento me preocupé, imaginando que la usurpadora no debía estar en sus cabales.
Rápidamente envolví el ejemplar.
Al entregárselo, sin preguntar su coste, sacó del bolsillo una estampa en la que aparecía un rostro idéntico al suyo. Debajo se leía: Santa Teresa de Jesús.
Me quedé alelada, sin reaccionar, sin poder mediar palabra y antes de que me diera cuenta, me dedicó una amplia sonrisa y diciendo «Dios te bendiga», desapareció por donde había entrado.
Me desperté sobresaltada.
¡Dios! ¡Que sueño tan extraño había tenido!
Había estado en la librería, nada más y ni nada menos, que la mismísima Santa Teresa.
Me agradaba sobremanera, porque mi nombre es Teresa, y aunque conocía poco la vida de la Santa, siempre había sentido por esta monja trotamundos, un interés especial, quizás admiración, o qué sé yo.
Ensimismada con mis pensamientos, sonaron las ocho campanadas en el viejo reloj de pared, hora de cerrar.
Al levantarme, pisé algo que estaba en el suelo.
Me agaché a cogerlo y, no podía creer lo que estaba viendo: increíblemente era la estampa que la anciana monjita me dio como pago del libro que se había llevado.
¿Entonces no lo había soñado?
Nunca hasta ahora, lo había contado.
¿Total, para qué, para que no me creyeran o para que me tomaran por una chalada?
Hace ya bastante tiempo que me sucedió este extraño episodio.
Lo que si sé es que, aquel día, inexplicablemente, Santa Teresa decidió hacerme una visita que cambió en algo mi vida, ya que desde entonces siempre me siento acompañada, y si Santa Teresa está conmigo nada puede pasarme.
Maite Serra Sorribes
Me ha gustado tu historia, cuento, sueño o… lo que sea. Lo he leído con interés. Mientras iba leyendo iba pensando: un sueño inventado y bien escrito. No quiero pensar que sueñes esas cosas tan raras. Pero pensando en otros hablan que hablan con pardales… todo es posible. Muy bueno el detalle final de la estampita.
Tienes razón, si pueden hablar los pardales, ¿Por qué no Santa Teresa en nuestros sueños? Es bueno que cultivamos la imaginación.