Encuentro con Carlos Alberto. Sueño 15. Año de 1847
La gratitud y el afecto que San Juan Bosco sentía hacia el rey Carlos Alberto fue puesto de manifiesto repetidas veces por el Santo, como lo atestiguan las Memorias Biográficas.
Tras hacer referencia a la liberación de Roma por las tropas francesas y a la entrega de las llaves de la Ciudad Eterna al Papa Beato Pio IX por el general Oudinot, Don Lemoyne continúa:
Pero, si esta noticia satisfizo a don Bosco, llegó otra a Turín que le entristeció profundamente, lo mismo que a sus hijos.
Agravado en Oporto por el peso de la desgracia y el recrudecimiento de una antigua enfermedad, expiraba Carlos Alberto el 28 de julio, como un verdadero cristiano, confortado con los auxilios de nuestra santa religión.
Don Bosco hizo rezar, como era su deber, por un soberano a quien amaba mucho y que en repetidas ocasiones había ayudado y protegido su institución.
Su dolor iba unido a la esperanza, ya que este Rey había sido muy devoto de Nuestra Señora de la Consolación y estaba lleno de caridad para con los pobres.
Ante su féretro no hubo que sentir la angustiosa duda de la suerte eterna de su alma.
Más aún, de vez en cuando, como un recuerdo querido, acudía Carlos Alberto a la mente de don Bosco.
Muchos años después, nos exponía en pocas palabras, solamente estábamos dos presentes, un simpático sueño que le duró toda la noche.
Me pareció encontrarme en los alrededores de Turín, paseando por una avenida. De pronto, se me acercó el rey Carlos Alberto, y se detuvo sonriente para saludarme.
—¿Cómo está, don Bosco?
—Estoy muy bien y muy contento de haberme encontrado con su Majestad.
—Si es así, ¿Quiere acompañarme a dar un paseo?
—íDe mil amores!
—Pues vamos.
Y nos pusimos en camino hacia la ciudad.
No vestía el Rey ninguna insigna de su dignidad; iba de blanco.
—¿Qué dice usted de mí?, —preguntó el Soberano.
Respondí:
—Sé que vuestra Majestad es un buen católico.
—Para usted soy todavía algo más: siempre me he interesado por su obra, ya lo sabe. Siempre he deseado verla prosperar. Hubiera querido ayudarle mucho, mucho, pero los acontecimientos no me lo permitieron.
—Si es así, Majestad, le haría una petición.
—Diga.
—Le pediría fuera prioste en la fiesta de San Luis de este año en el Oratorio.
—Con mucho gusto, pero comprenda usted que esto llamaría mucho la atención: sería algo inaudito; por tanto, no parece sea conveniente tanto alboroto.
De todas formas, veremos la manera de que usted quede contento, aún sin mi presencia.
Hablando, hablando de varias cosas, llegamos junto al santuario de Nuestra Señora de la Consolación. Había allí una especie de entrada subterránea, casi a la falda de una alta colina, y el callejón, que era muy estrecho, en vez de bajar, subía.
—Hay que pasar por aquí, —me dijo el Rey.
Y de rodillas, bajando hasta el suelo su majestuosa frente, así postrado, empezó a subir y desapareció.
Entonces, mientras yo examinaba aquella entrada y miraba cómo atravesar por aquellas tinieblas, me desperté.
Examinando la fecha de este sueño, hemos encontrado que poco después recibía el Oratorio un generoso regalo de la Casa Real.
El corazón de don Bosco latía al unísono con el de Pío Nono y el del venerable Cottolengo en favor de Carlos Alberto; se reservó a sus muchachos el honor de cantar varias veces en la catedral la misa de Requiem en el día del aniversario de su muerte.
(M. B. Tomo III, págs. 416-417)
Buenos días. Muy bonitas palabras.