Recuerdo de Agatha Christie, es lo que traje conmigo de mi viaje al Puerto de la Cruz.
Al dar un paseo por los alrededores, descendiendo por una calle, en la esquina, a la derecha, nos encontramos con la parroquia de San Amaro.
Una ermita que data de 1591.
Frente a la ermita, cruzando la calle, hay una pequeña plaza mirando al mar, con grandes palmeras y dos esculturas a la derecha, casi escondidas al atardecer.
Una de ellas está dedicada al turista. La otra es una efigie de mujer.
Me acerqué para leer la inscripción y fue un encuentro inesperado.
El Texto dice: “En recuerdo de Agatha Christie y de su estancia en Puerto de la Cruz, que le sirvió de inspiración para su novela “El enigmático míster Quin”.
Más tarde me documenté sobre el tema y descubrí que la escritora se hospedó en el antiguo hotel Taoro.
Corría el año 1927, ella tenía entonces 37 años y su hija, que la acompañaba, 12.
Se tramitaba el divorcio de su primer marido, tras un gran desengaño amoroso y pasaba por un mal momento.
Este trance de su vida dejó huella que se refleja en varias de sus novelas.
La Calle de San Amaro, o Paseo de los cipreses, como la llamó la novelista, ahora se conoce como paseo de Agatha Christie.
Es una calle que desciende en acusada pendiente, con varios tramos de escaleras, en cuyos peldaños figuran los títulos de algunas de sus obras y en los últimos, sobre fondo amarillo aparece en negro la silueta de la propia Agatha.
Se dice que aquí se inspiró para escribir uno de los relatos que figuran en “El enigmático míster Quin”, concretamente el que se titula “el hombre y el mar”.
Varias veces menciona el acantilado, el mirador y el paseo de los cipreses.
Estuve recordando ese capítulo en el que muestra a dos personajes característicos de su estilo, intrigantes y misteriosos: el anciano míster Saterwhate y el misterioso mister Quin, el cual aparece y desaparece como un fantasma.
Más tarde, en el comedor del hotel, en mi cabeza bullían los recuerdos sobre los personajes de la escritora.
En mis recuerdos desfilaban Hercules Poirot, con sus espectaculares bigotes, Miss Marple, el superintendente Battle y como no, mister Quin y la propia Agatha, cuya silueta se veía perfectamente en los peldaños del paseo.
Y de pronto la vi, sentada a la mesa, de espaldas, era ella, con un vestido negro y su melena corta y plateada.
Quise decírselo a mi esposa, pero se había perdido entre los comensales.
Cuando me volví, la aparición ya no estaba.
La busqué por todas partes y nada, se había esfumado.
Yo estaba seguro de que era ella.
Con una disculpa, me fui a dar un paseo para ordenar mis pensamientos. La razón me dijo que era imposible que fuera ella. Ni siquiera podía ser un pariente.
Alguien que se le parecía y la imaginación hizo lo demás.
Seguramente ofuscado por la emoción, creí ver lo que no era.
Sin embargo, después de cenar, me sentí impulsado a dar un paseo hasta el mirador.
Y entonces, recortada en el horizonte, la volví a ver.
Me acerqué muy despacio y cuando estaba a punto de llegar una voz a mi espalda me sobresaltó:
̶ Señor, se le ha caído esto.
Un caballero, enjuto, elegante, con acento extranjero me presentaba en su mano huesuda un paquete de pañuelos.
̶ Ah, sí, gracias.
La silueta femenina se volvió y se puso de pie. Se trataba de una señora de mediana edad, muy hermosa que, sin decir nada, pasó ante mi y se fue calle arriba.
Una vez más la imaginación me había jugado una mala pasada.
Me acerqué al mirador. En una noche tan oscura, apenas se distinguía la masa negra del mar, aunque si se escuchaba a las olas romper en las rocas.
Me asomé al borde para mirar hacia abajo.
Entonces una mano me sujetó el brazo con fuerza.
-¿Qué va a hacer usted buen hombre?
Era el mismo señor de antes.
Qué situación tan ridícula. Aquel hombre pensaba que yo…
-Se equivoca usted señor. Yo en ningún momento. Es gracioso. No pensaría que iba a…
Y entonces me eché a reír.
Y el hombre se contagió y nos reímos los dos.
Le invité a tomar una copa y allá nos fuimos en busca de un local abierto.
Me pedí un whisky y mi acompañante un coñac. Entonces sentí la confianza suficiente para contarle toda mi imaginaria aventura.
No se cómo, pero mi relato resultaba gracioso y pasamos un buen rato riendo mis aventuras a costa de la escritora.
El hombre insistió en que nos tomáramos otro y que le tocaba invitar a él.
Estuvimos charlando una hora o más. Llamó al camarero, pagó y se despidió.
Le vi caminando calle abajo, y al pasar frente al mirador, se acercó al borde del acantilado, en ese momento cruzó un autobús, y desapareció de mi vista.
Al levantarme vi que se le había caído una tarjeta, la recogí y me acerqué al mirador.
Allí no había nade. Me asomé al acantilado, nada.
Guardé la tarjeta en el bolsillo y me fui al hotel.
Me dije que para un día eran suficientes fantasmas.
Me reí de mis propios pensamientos y subí a la habitación.
Vaya noche que me estaba haciendo pasar la señora Christie.
Mi esposa dormía plácidamente. Me desnudé, me puse el pijama y fui al baño.
Entonces recordé la tarjeta. Fui al pantalón y allí estaba. Parecía una tarjeta de visita.
La llevé al baño para leerla.
Me quedé de una pieza.
En medio de la tarjeta, escrito a mano pude leer lo siguiente.
“Siempre es mejor equivocarse que no llegar a tiempo”. Mr. Quin.
Durante unos segundos interminables me quedé paralizado con aquella tarjeta en la mano.
Luego la rompí en pedacitos muy pequeños, de puntillas salí al balcón y los eché al aire.
Enseguida, a oscuras, busqué mi sitio entre las sábanas y tomé la decisión, cerrando los ojos, que el recuerdo de Agatha Christie, la Dama del Misterio, no me iba a quitar el sueño.
Hermosos lugares. Son bonito recuerdos, los paseos se disfrutan y se llevan en el corazón.