Un encuentro no casual fue el que tuve el Domingo de Resurrección.
Había asistido a la Vigilia el sábado a las nueve en la parroquia. Era aun de día cuando se hizo el fuego, con el que luego se prenderían las velas, para simbolizar la salida de la oscuridad a la luz de Jesús.
Era de noche cuando volví a casa. Mi sombra se proyectaba en el camino con la luz de las farolas a mi espalda.
El Domingo de Resurrección mi teléfono estaba saturado de mensajes, felicitaciones de Pascua, de Jesús Resucitado, roscones…
Me fui a la piscina. Apenas había gente. Estuve una hora haciendo ejercicios. Luego diez minutos en la sauna y a la ducha.
Volví a casa para vestirme. El sol lucía espléndido, la temperatura primaveral, todo presagiaba un buen día.
En el auto me dirigí al bar junto a la gasolinera. Mi idea era tomar una buena ración de pulpo, con una jarrita de vino blanco de la casa y pan.
Tuve suerte. Justo cuando llegué, se iba una pareja y ocupé la mesa. Enseguida vino la camarera a limpiar la mesa y preguntarme.
─Una tapa de pulpo mediana y vino blanco de casa.
─Tiene que esperar unos minutos por el pulpo, caballero. ¿Quiere mientras tanto un pinchito de tortilla? Está recién hecha.
Todo eso me lo dijo la muchachita con una sonrisa espléndida, mirándome con unos preciosos ojos oscuros que daba gusto verlos, con un rayo de sol en sus pupilas.
─Venga esa tortilla, para amortiguar la espera.
Las cinco mesas de la terraza estaban ocupadas. ¡Qué suerte había tenido! En ese momento se detuvo delante mismo de la entrada un precioso Opel rojo. Se abrió la portezuela y asomaron unas largas piernas cubiertas con un vaquero ajustado y terminadas en unas sandalias también rojas, de largo tacón de aguja.
Ágilmente salió al asfalto el resto, una figura de modelo, envuelta en una blusa blanca, adornada su abundante cabellera con una cinta a juego con el calzado.
Avanzó cimbreándose como una caña de bambú, y en el momento que llegaba a mi altura, salió como un bólido, cargada con la bandeja, la camarera y hubo choque frontal: el vino y la tortilla salieron volando para aterrizar en mi barriga.
Fue espectacular, mi camiseta roja se transformó de inmediato en una bandera nacional con la tortilla espachurrada en el centro, y empapada en vino blanco.
La muchachita puso una cara de espanto y la recién llegada dio un grito y luego soltó una carcajada. El resto de los comensales le hizo coro.
Yo di un salto, me quedé con cara de pasmado y luego me eché a reír acompañando a toda la concurrencia.
Enseguida pasé al interior donde ayudado por la cocinera pude limpiar mi camiseta. Con ella mojada y oliendo a vino volví a la mesa.
Allí estaba la bella recien llegada sentada tan campante.
─Perdone mi atrevimiento, pero no hay ninguna mesa libre. Permítame que le invite.
─No faltaba más. Solo ha sido un pequeño incidente sin culpables.
Reapareció compungida la chica con otra jarra, el pan y más tortilla.
─Le pido mil perdones señor. He sido tan torpe. El gasto corre por cuenta de la casa.
─¿Cómo te llamas?
─Estela, Señor.
─Pues bien, Estela, tu sigue con tu trabajo, y no te preocupes de nada más. Olvida lo ocurrido y vamos a seguir como si no hubiera pasado nada. ¿De acuerdo?
─Lo que usted diga señor, pero…
─No hay peros. ¿Vale?
─Si, señor.
Mi improvisada compañera de mesa, con una sonrisa encantadora, se dirigió a mi, en cuanto Estela se retiró.
─Mi nombre es Ágata.
Y al presentarse extendió su mano hacia mí.
La estreche con suavidad mientras decía mi nombre. Era una mano suave, bien cuidada y sin ninguna sortija.
─Te llamas como la Dama del misterio.
─¡Ah, si! Pero sin hache.
Y soltó una risa esplendida y cristalina como una onda amistosa que dejó atrás el incidente.
Compartimos el pulpo charlando animadamente como si fuéramos viejos amigos.
Ágata me propuso dar un paseo por la ribera del Tea y yo acepté encantado.
Me acerqué al mostrador del bar para hablar con la dueña. Allí me expliqué con ella, que Estela en absoluto debía sentirse culpable y que por supuesto la cuenta era mía. Tuve que insistir sobre ello porque la buena mujer insistía en invitarnos. Al fin conseguí salirme con la mía, con la promesa de volver en otra ocasión como invitado.
Mientras tanto, Ágata se había cambiado el calzado y colgado una pequeña mochila a la espalda. Desde allí mismo nos fuimos andando para seguir la senda del río.
─Por lo que veo ya venías muy dispuesta para dar un paseo.
─Así es. Esa era mi intención desde el principio.
Caminamos un rato en silencio mientras rumiaba sus palabras. Al fin me decidí a preguntar.
─ ¿Quieres decir que era tu intención dar un paseo conmigo?
─Así mismo.
Aunque me imaginaba esa respuesta, no pude dejar de sorprenderme.
Hubo otro silencio antes de lanzar la pregunta definitiva.
─¿Es que fue un encuentro no casual?
─Has acertado.
Seguimos caminando a buen ritmo sin decir nada. Llegamos al final del recorrido.
─Si no te importa voy a darme un baño.
Sacó de la mochila una toallita, que anudó a la cintura como una falda, hábilmente se puso un bikini y sin más preámbulos se lanzó al río.
Estuvo nadando durante unos veinte minutos y ese tiempo yo trataba de explicarme el porque de ese encuentro no casual.
Al fin salió del agua, se secó con la toalla y luego se vistió con la misma discreción y habilidad que antes con la prenda de baño.
Emprendimos el camino de vuelta.
Esperaba paciente que ella se explicara.
Las luces de la tarde sembraban de estrellas la corriente del río y las hojas de los carballos brillaban como si fueran de oro.
Al fin se detuvo y se sentó en una piedra en un claro del camino.
─La explicación que tendría que darte es muy larga. Prefiero resumirla en dos palabras para que la asimiles y luego te haré un relato completo.
Entonces me miró muy seriamente y sin más preámbulos me lo soltó:
─Soy tu sobrina.
Y sin más palabras se levantó y reanudó la marcha.
Me quedé durante unos instantes como atontado, sin saber que decir ni que hacer.
¿Mi sobrina?
No entendía nada. Cuando me puse en pie había desaparecido. Avivé el paso. Y ya no la vi.
Llegué al bar de donde salimos. Su coche no estaba. En el parabrisas del mío había una nota.
Un número de teléfono y una frase. “No me llames hasta dentro de tres días”.
Aunque marqué el número solo pude escuchar la frase de: “este número no está operativo”.
Regresé a casa y ahora estoy esperando que llegué el miércoles para llamar.
Un encuentro no casual que me tiene perplejo.
Hermoso cuento, aunque se daño la camiseta.