El amor no está hecho, se hace.
Este sentimiento es aventura, camino que recorrer, porque es camino elegido. Se vive, se desarrolla como se vive y se desarrolla el amor de los amores.
Es este un amor en marcha. Es su pan cotidiano, el vino de su alegría. El amor no está hecho ya. Se hace.
No es traje de confección, sino una pieza de tela que hay que cortar, montar y coser.
Ni es un apartamento del cual te entregan las llaves en mano, sino una casa que hay que concebir, construir, mantener y, a menudo reparar.
Tampoco una cima vencida, sino salida del valle, escaladas apasionantes, caídas dolorosas en el frío de la noche o en el calor del sol resplandeciente.
Ni un anclaje en el puerto de la felicidad, sino una leva de anclas y viaje en plena mar, en la brisa o en la tempestad.
No es un sí triunfante que se escribe en música, en medio de las sonrisas y de los gritos de ‘bravos’, sino que es una multitud de ‘síes’ que puntean la vida, entre una multitud de ‘noes’ que se borran al caminar.
Y no es una brusca aparición de una vida nueva, perfecta desde su nacimiento, sino el brotar de una fuente y el largo trayecto de un río de múltiples meandros, a veces secos, otras veces desbordados, pero siempre caminando hacia la mar infinita.
La felicidad no está hecha ya, como el amor se hace, porque es su compañera inseparable.
Así, ser fiel no es no extraviarse, no combatir, no caer…
Sino levantarse siempre y caminar siempre.
También es querer continuar hasta el fin del proyecto preparado juntos y libremente decidido.
O tener confianza en el otro(a) más allá de las sombras y de las noches.
Y sostenerse mutuamente, por encima de las caídas y de las heridas.
Es tener fe en el amor todopoderoso, más allá del amor.
La fidelidad es, a veces, la de Jesús que, clavado en la cruz, corazón y cuerpo descuartizado por la infidelidad del hombre, solo, abandonado, traicionado, permanece fiel hasta la muerte, perdona una vez más y con la vida que ofrece salva para siempre el amor.
(Anónimo).
Reflexión.
Ha sido como una concepción mágica del amor el creer que es algo automático, que cae de lo alto, sin saber cómo ni cuándo…
Una tal concepción ha sido fatal para muchas parejas humanas.
Es frecuente escuchar a hombres y mujeres, explicando el fracaso de su matrimonio, decir: ‘se me acabó el amor por él (por ella).
A este propósito, podemos preguntarnos:
¿El amor puede morir?
Claro que sí. Si no se le cultiva el amor puede morir.
Como una planta delicada, el amor humano, necesita del aire, necesita del agua, necesita del abono, incluso de la poda.
El amor conyugal no muere automáticamente; se le deja morir, se le mata.
Juan Pablo II en su primera carta encíclica –Redemptor hominis (1.974) escribió:
“el hombre no puede vivir sin amar. Permanece como un ser incomprensible, su vida aparece sin sentido, si no ama, si no es amado, si no experimenta el amor, si no se encuentra con él” (n. 10).
La familia debe ser la primera escuela en que se aprende a amar; es la gran responsabilidad de los padres de familia.
Pablo VI, refiriéndose al amor conyugal, al amor de pareja humana, le señaló las cuatro grandes características: amor plenamente humano, amor total, amor fiel y exclusivo, amor fecundo (Humanae vitae n. 9).
El amor como realidad divina y humana tiene por vocación la necesidad de crecer, de desarrollarse hasta llegar a la plenitud, hasta hacerse eterno; el amor humano que no crece, decrece y muere, y las consecuencias las pagan hombre y mujer, y de modo particular, los hijos.
Luciano García Medeiros
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