De Triacastela a Sarria, el domingo, 27 de julio de 2008, es la etapa de mi segundo día de peregrino.
Me levanto pasadas las seis. Aún no amaneció.
La ropa que lavé está húmeda.
Los calcetines los cuelgo en los laterales de la mochila para que se sequen durante el camino. El resto lo meto en una bolsa.
Me voy del albergue a las siete y media.
Me sigue doliendo el talón y la mochila pesa más.
Nada más llegar a la carretera, el camino se bifurca.
A la izquierda, la carretera llegará a Samos, y desde ahí se puede seguir hasta Sarria.
Por la derecha, se cruza la carretera y se continúa, por un camino ascendiendo, que conduce al mismo destino.
Yo opto por este recorrido.
La primera subida se hace larga, interminable y por momentos muy dura.
Es muy sombreado, y tan temprano, con el sol todavía en cama, se siente fresco de más.
Después de una hora, se agradece la sombra, aunque el sol comienza a despertar.
Tengo que detenerme varias veces por la molestia del talón.
Cuando comienza el descenso, me como un plátano y una manzana.
El sol luce ya y calienta más de lo que uno desea y como hay que subir de nuevo, te falta el aliento.
Se camina ahora por pista y carretera durante un buen trecho, hasta media mañana, en que me detengo en un bar, repleto de caminantes.
Estoy tan cansado que ni puedo subir dos escaleras para sentarme en la mesa más cercana.
A la izquierda, varias mesas a la sombra, con bancos de madera, invitan a descansar al fresco.
Me pido una jarra de cerveza, y la voy saboreando despacio, acompañada con frutos secos que llevo en la mochila.
Aprovecho para ir al baño.
En la puerta un letrero dice: “Usted ha llegado aquí después de otro y después de usted vendrá otro”. Toda una filosofía.
Me descalzo. Es un gran alivio.
Afortunadamente ni una ampolla. Solo un poco enrojecida la bola del pie.
A mi lado un grupo de italianos jóvenes dan buena cuenta de enormes bocadillos de pan de bolla.
Un muchachito que viene con su mamá y su tía, hace migas (no con el pan del bocadillo) con una italiana.
Algo más allá, la parejita de la confusión de la cena de ayer, también se repone.
Ella descalza, tendida a lo largo del banco, cierra los ojos, mientras el le da suaves masajes en los pies.
Se está tan bien aquí, que me regalo con una buena hora de reposo.
El camino continúa por carretera, de este modo se hace mucho más largo y tedioso; el sol, además, aprieta de firme.
Cada repecho, por muy suave que sea, exige un gran esfuerzo, según pasan las horas.
Después de seis horas, las piernas se resisten a continuar, y lo hago de manera automática, impulsado por la voluntad.
Con algunos minutos de descanso, se generan fuerzas para continuar. Al final, sin saber como, se llega.
Menos mal que el último tramo es llano. Son más de las tres cuando entro en Sarria.
Lo primero que veo es la oficina de Información y Turismo.
La muchacha que atiende está a punto de cerrar, pero con una sonrisa amable me dice que como le va a cerrar la puerta a un peregrino.
Me sella la credencial y me da la referencia de un albergue.
Incluso llama por teléfono para reservarme cama y luego me orienta para llegar.
Aplastado bajo el sol y la mochila, aún tengo que andar por las calles un par de kilómetros y los últimos doscientos metros en pendiente.
Me registro y descalzo las botas, pues hay que dejar el calzado bajo las escaleras.
Tres pisos más arriba, en una habitación abuhardillada, con tres camas, me desplomo sobre la más cercana a la puerta y ahí me quedo un buen rato.
Con la mínima recuperación para llegar al baño, disfruto de una relajante ducha, para descansar de nuevo, sobre la cama, un par de horas.
A las siete y media me visto y voy a dar una vuelta, caminando despacito, con las piernas arqueadas, como esos vaqueros de las películas del Far West, que se pasan el film a caballo.
Me llaman la atención los anuncios de masajes. El camino también genera algunos negocios.
Justo a la izquierda del templo hay un parque con bancos, donde puedo sentarme a esperar, contemplando el paisaje.
Aprovecho para llamar a casa, pero no consigo comunicarme.
La misa es sencilla, como la de cualquier parroquia de pueblo, un domingo por la tarde.
Me fijo en el personaje que ayuda al sacerdote. También entona los cantos y hace los solos.
Extremadamente delgado, de voz suave, con la cabeza rapada, está atento a todo, en contraste con el párroco que pasa desapercibido.
Después de la misa, subo calle arriba, hasta llegar a una plaza, delante del ayuntamiento, donde un bar ofrece un ambiente acogedor con las mesas al aire libre.
Ocupo una y enseguida me atiende una muchachita con acento extranjero.
Me pido ensalada mixta, pollo y pimientos de Padrón con una jarra de cerveza.
Mientras espero que me sirvan, llamo a casa: todo está en orden.
En la mesa de al lado, una pareja, con algunos años menos que yo, espera pacientemente que les sirvan.
Enseguida hacemos tertulia. Vienen desde León. Ya hicieron una parte del camino hasta León el año anterior y esperan hacer el año próximo lo que les falta desde Roncesvalles.
El tiene los pies destrozados, ella está mucho mejor, y eso, que según me dicen, es el quien más acostumbrado está a caminar.
Se alojan en el mismo albergue que yo, así que caminamos juntos, calle abajo, con ese balanceo típico que nos identifica como peregrinos cansados.
Son más de las diez cuando busco el amoroso abrazo de mi lecho.
0 comentarios