De Sarria a Portomarín, lunes, 28 de julio de 2008.
Me levanto a las seis y veinte y a las siete ya estoy listo.
Desciendo descalzo las escaleras, para calzar mis botas, que se han quedado en vela, con todas las demás, bajo la escalera.
Imagino que se habrán divertido contando sus experiencias.
Emprendo la marcha calle arriba; lo primero es la pendiente de cada día.
Hoy no comienzo solo, varios peregrinos salen a la misma hora.
En lo alto, el atrio de una iglesia, todavía iluminada con luz artificial, es el lugar de reunión de un grupo que entona cantos y oraciones antes de emprender la marcha.
La subida continúa un buen rato, para despertar las piernas.
Es una hora larga de repecho, antes de seguir por un camino más o menos llano.
Sin descender en ningún momento, a las nueve de la mañana llego a “Mercado da Serra” una taberna sencilla, pequeña, donde aprovecho para recuperar el aliento y desayunar: jugo de naranja, té y un trozo de pan.
Es estupendo descansar mientras observas el ir y venir de peregrinos, que aprovechan el mismo lugar para tomar algo o utilizar el baño.
El sol ya está ahí, tierno y cálido. Bajo su caricia, el camino prosigue ahora mas llano, pero por poco tiempo, enseguida hay que descender.
Los toboganes se suceden, con varios tramos por la carretera, o paralelos a ella, bajo el sol, que calienta más a cada momento.
Así llego a Ferreiros, a la mitad de la etapa, cuando las piernas ya duelen y se que a partir de ahí, voy a sufrir para llegar a la meta.
No queda más remedio que descansar, y ahí justo está “Casa Cruceiro”.
Pido una jarra de cerveza, mientras me quito las botas, sentado a la sombra, para que me enfríen los pies.
Me arden y algunas zonas están rojas. No hay ampollas, menos mal.
Llega un grupo a caballo y los observo como cuidan las monturas.
Y en esto surge una muchachita japonesa, cargada con su mochila, con los cascos en las orejas y en un bolsillo un mp3.
De su cuello cuelga una cámara digital réflex, se cubre con un chubasquero de fibra y una gorra espectacular, que parece una emisora de radio, con cámara de aire.
Es un micro almacén de tecnología punta.
Deja su equipaje en una silla y desaparece en el interior.
Un par de minutos más tarde regresa con un enorme plato de chorizo en lonchas y una coca cola.
Se sienta y engulle el chorizo, como si tomara píldoras energéticas para un viaje espacial.
Esta chica si que está bien preparada para una gran caminata por la luna o algún planeta perdido en el espacio.
Y yo aquí muerto de cansancio.
Acaricio mis doloridos pies, suplicándoles que me ayuden a superar los kilómetros que restan.
Con toda calma, calzo mi primer par de calcetines y a continuación el segundo. Aun me gustaría poner otro par más.
Cargo la mochila y al camino de nuevo, son cerca de las doce.
Esta última parte de la etapa se me hace muy dura.
El descenso hacia Portomarín es interminable y las piernas parece que van a romperse.
La idea de abandonar se me cruza por la mente.
Por momentos, aligero la marcha, en este descenso lleno de pedruscos, con los que te arriesgas a un esguince en una mala pisada.
Se ve el embalse a lo lejos, y mucho más de lo que uno desea, el pueblo.
El descenso termina justo a la entrada de este hermoso municipio.
Solo son dos kilómetros, pero de una pendiente pronunciada, que al final de la jornada pesan una tonelada.
Tengo que descansar unos diez minutos antes de emprender la última subida, porque esta meta, también termina arriba.
Pasa a mi lado un grupo de muchachas de habla inglesa, hablando sin parar, sin mochila, sin una gota de sudor en la frente, que tal parece vengan de dar un paseo.
Con la mente preparada para seguir, que no las piernas, emprendo la subida.
Aun tengo que cruzar el largo puente sobre el embalse, un tramo insoportable para quien llega tan menguado de fuerzas.
Al llegar arriba pregunto en el primer sitio que encuentro. Hay suerte, queda una habitación con baño.
Son las cuatro de la tarde. Apenas me queda resuello para quitarme las botas y caer desplomado sobre la cama hasta las seis.
Me ducho y visto para ir a comprar fruta.
En el supermercado ya no ha plátanos, se agotaron. Llevo manzanas, una botella de agua y protección solar.
El cuello me escuece. Hoy el sol apretó de firme.
Veo un comercio de calzado deportivo y le pregunto al amable dependiente por unas zapatillas ligeras y baratas, para ponerlas cuando llego al final de las etapas, pues no tengo más calzado que las botas y unas chanclas para la piscina, que no resultan muy cómodas para ir de un lado al otro por las calles.
El muchacho me ofrece unas zapatillas superligeras, muy bien de precio y me las pruebo con unos calcetines que también adquiero, un pack de dos pares, así podré calzar tres pares.
Voy tan contento con mi calzado nuevo, tan cómodo y ligero, que hasta me apetece caminar un poco por el pueblo.
Le pregunto al vendedor por un lugar para comer algo y me indica un restaurante casero junto al cuartel de la guarda civil.
Hacia allí me encamino. Se llama “Restaurante Pérez”.
Me voy a una mesa junto a la ventana y le pido una jarra de cerveza, que trae acompañada de una tapa de pulpo con patatas.
Está deliciosa. Luego me informa de lo que hay. Pido una ensalada mixta y anguilas fritas con patatas.
Para beber me trae una botella de vino que el mismo dueño cosecha.
Todo está estupendo, como me había dicho el chico del comercio, muy casero. El vino exquisito.
Cuando me pregunta que quiero de postre, le pido media ración de pulpo con patatas.
No puedo resistirme a esa tentación. Y termino con una infusión de manzanilla.
Las vistas desde este lugar son espléndidas.
En la plaza principal del pueblo, junto a la iglesia, una rubia espectacular le saca fotos a su pareja, un gorila canoso, bajo el sol tostado del atardecer.
Aquí y allá, van, con paso vacilante y cadencioso, otros peregrinos, pero no veo a ninguno de los habituales que me encuentro en el camino.
Enseguida me apetece buscar la cama para sumergirme en esa oscuridad tan apacible que reparará mis fuerzas para el día siguiente.
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