De Portomarín a Palas de Rey

Autor: Jesús Muñiz González
On 21 marzo, 2023

De Portomarín a Palas de Rey, martes, 29 de julio de 2008.

Me levanto un cuarto de hora después de las seis y abandono el albergue una hora más tarde.

La mochila pesa una barbaridad esta mañana y las piernas entumecidas se mueven con desgana.

Camino despacio calle abajo. Hace frío. Allá abajo está el embalse.

Hay que cruzarlo por un viejo puente muy estrecho, una pasarela con piso metálico oscilante.

Menos mal que es más estrecho el paso y se tarda menos en cruzar porque el vértigo me hace sufrir.

Pequeños grupos de jóvenes han madrugado igual que yo y caminan, bien delante o detrás de mí.

Al otro lado me aguarda con mirada traviesa la cuesta de aperitivo cotidiano, para hacerle hueco al desayuno.

Pido la ayuda del Señor Santiago para la etapa, como todos los días, y siento su mano cálida que tira de mi para conseguirlo.

Son cuatro kilómetros en subida, más de una hora de esfuerzo continuado, que preludia como será el resto del día, si ya uno se queda sin resuello en la primera hora.

Tras el esfuerzo llego empapado en sudor a Gonzar, donde puedo tomar un breve descanso.

Continúo ahora por un lugar más agradable que la carretera, aunque en ningún momento llano, pues se retuerce como una serpiente, arriba y abajo, por el bosque, hasta Castromaior.

El esfuerzo me obliga a detenerme más de una vez para tomar aliento y beber agua.

Me adelanta un grupo de muchachos, ruidosos, que acallan los dulces trinos de los pájaros y el susurro acogedor de las ramas de los árboles.

Mi sección positiva se sonríe pensando que son críos, la otra sección, más agria, cavila porque no se irán a dar la lata a sus papás.

Alguien comenta que seguramente sus progenitores se los empaquetaron a los monitores para descansar unos días.

Me adelantan con alboroto de risas y bromas, y en ese momento en que aprietas los dientes para seguir.

Un poco más tarde, me los encuentro sentados en un campo, tomándose un bocata, cantando, riendo, jugando, como si fueran de excursión.

La mayor parte de ellos ponen buena cara y saludan: “buen camino”.

Al poco rato, falto de aliento, me detengo y surgen de nuevo, como una manada de caballos salvajes, o de cabras (¿locas?). No me atrevo a tanto.

Me cruzo con una anciana de cabellos blancos, carne fibrosa, que se ayuda con dos bastones, como si esquiara en aquel camino pedregoso.

Camina muy despacio, con pasitos cortos, y pienso que lo podrá hacer durante horas.

Me detengo a beber en una fuente y descansar unos minutos. Entonces ella pasa, con su andar menudo, sonríe y dice con acento germano: “buen camino”.

Junto a la carretera, a las once de la mañana, bajo un sol firmemente asentado en el cielo azul, es el momento para detenerse, comer una manzana y tomar un té.

Un bar en la carretera ofrece su terraza con un paisaje espléndido al fondo.

Se está bien sentado al sol, descansando, anotando en la libreta, mientras observo como vienen y van otros caminantes, cada uno con su propia fatiga a la espalda.

Pienso que se pone más corazón que cabeza en el camino.

Todavía queda la mitad de la etapa hasta Palas de Rei, hay que seguir.

A los diez minutos, en plena carretera, por donde discurre ahora el camino, me da un retortijón y tengo que tirarme literalmente a la cuneta.

Afortunadamente no hay nadie a la vista y puedo aligerar la tripa.

Y es que con tanto movimiento, nada que comes enseguida tienes que soltar lastre, como si el propio cuerpo se resistiera a llevar ni un gramo más encima de lo estrictamente necesario.

Una hora más tarde, me detengo en un local para tomar una cerveza e ir a los lavabos.

Descargo la mochila fuera, sobre una silla. Entro y me dirijo a la señora que está tras el mostrador para preguntarle por los servicios. Me mira, malencarada, y me suelta que el servicio solo está para servicio de los clientes.

Cuento mentalmente hasta diez, le pido una cerveza, me la tomo fuera con calma y me voy.

Nada ni nadie me va a indigestar el camino.

Cuando faltan algo menos de ocho kilómetros para llegar, en Ligonde, me doy de bruces con una casa rural, en donde junto a la puerta, unas muchachas sonrientes y amables, ofrecen agua fresca, café caliente y servicios dentro para lavarse, descansar, alojamiento.

Se llama “Fuente del Peregrino” y al parece se trata de un grupo cristiano que se dedica a atender a los peregrinos.

Es contagioso su entusiasmo y apetece sentarse un buen rato, para disfrutar del lugar y de tan buena acogida.

Me siento fuera en un banco de madera y me quito las botas para refrescar mis doloridos pies.

A mi lado un hombretón, de grandes botas, con una inmensa mochila me da algunos consejos para no tener ampollas.

Se llama Antonio. Es un peregrino doble: una de sus piernas hace por dos de las mías. Su mochila pesa veintidós kilos y medio.

Viene desde Jaca. Es la undécima vez que lo hace.

Llega a Santiago y regresa caminando por Asturias, hasta su casa en Santander: mil quinientos kilómetros en cuarenta y un días.

No hace menos de cuarenta al día.

Le digo bromeando que eso le viene bien para bajar peso y me cuenta que salió de casa con ciento cuarenta kilos y ahora pesa ciento diez.

Me muestra lo holgado que le queda el chaleco. Se queda a dormir en el albergue, porque no ha podido hacerlo la noche anterior: lleva veinticuatro horas sin descansar, ni asearse.

Se toma un día de descanso. La verdad es que apetece quedarse.

También se han detenido aquí cinco sevillanas que vienen desde Sarria y están que no pueden más, pero no pierden la sonrisa ni la alegría.

Es muy buen ambiente y me voy con pena de este albergue.

La verdad es que cuanto más caminas, además del cansancio, se te van acumulando las ganas de volver.

Reanudo la marcha tan animoso que ya no me detengo hasta mi destino por hoy: Palas de Rei, donde encuentro rápidamente alojamiento.

Después de un buen baño y lavar algo de ropa, me echo en la cama donde me quedo frito casi hasta las ocho.

Salgo para comprar fruta y una pomada, porque mi popa se resiente.

Abastecido de plátanos y manzanas, busco un lugar para cenar y justo me encuentro al matrimonio de Irún.

Me pido una sopa de verduras y “gallo” de segundo. Le pido una jarra de cerveza, pero con la sed que tengo enseguida desaparece y como con el menú va incluido el vino, se lo pido.

La camarera me mira con cierto aire impertinente y tengo que repetirle hasta tres veces que me traiga el vino.

Ya me levantaba dispuesto a hablar con el dueño cuando me lo trae.

Pero no puedo enfadarme. La cena ha sido estupenda, el pescado muy fresco y de muy buena ración.

Los de Irún ya se fueron y en su lugar ha llegado una pareja de muchachos que me encuentro muchas veces por el camino, acompañados por una muchachita que va sola. Parece que han hecho buenas migas.

Me despido con una sonrisa y tras un paseíllo por el pueblo busco el acogedor abrazo de mi cama, que es como un bálsamo milagroso para mi cuerpo cansado.

La ropa que lavé está muy mojada, no secará para mañana. He sobrepasado el ecuador y estoy mas cerca. Ese ratito antes de dormir siempre me llena de gozo.

 

JesúsJesús Muñiz González

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