De Palas de Rei a tres kilómetros de Ribadiso, miércoles 30 de julio de 2008.
Me levanto a las seis y media, para emprender la marcha una hora más tarde. La ropa no está seca.
El comienzo es un descenso hacia la carretera y luego enseguida se camina un rato en paralelo para entrar en el camino hasta San Xulián do Camiño.
Antes de las nueve hago la primera parada para tomar un té.
Luego el camino desciende, para continuar con un suave ascenso y enseguida cruzar un río.
Ya casi llevo la mitad de la etapa cuando hago la segunda parada, sin que el día se haya asentado.
El local se llama “Los dos alemanes”. Aquí me tomo una manzanilla y un trozo de pan.
Son las diez de la mañana. Desde aquí el camino continúa sin grandes dificultades, todo lo cómodo que pueda resultar para unas piernas doloridas que piden descanso a cada momento.
Con buena velocidad llego a la parroquia San Juan de Furelos.
Es una pequeña iglesia, con una escalinata en pirámide circular.
La tromba de muchachos ha llegado unos minutos antes e invaden la escalera, incluso dejando sus bastones en el suelo, con peligro para una caída.
Tengo que pedirles que me hagan sitio para poder entrar.
Una muchacha pone sellos en las credenciales.
Tras una breve oración, cuando me dispongo a salir, me doy de bruces con el párroco, un anciano venerable.
Lo saludo y el me señala la imagen de un Cristo, en el lateral derecho, con la mano desclavada. Es impresionante.
El me explica:
Cristo tiende esa mano a la humanidad para salvarla.
Fuera, los muchachos han vuelto a invadir los escalones y les pregunto si han comprado la escalera y tengo que pagar algún canon para bajar.
Sus monitores les gritan para que se muevan y quiten los bastones.
Unos metros allá, un rústico bar ofrece se ofrece al descanso.
Dan las once y media y el sol aprieta de firme y el olor a tortilla me invita a tomar asiento.
La tortilla tiene un apetitoso color amarillo, casi naranja, está caliente y le pido para acompañarla un plato de jamón.
Comparto mesa con un pequeño peregrino de largos cabellos negros y tez morena, que disfruta de una buena ración de queso.
Ambos nos acompañamos con buenas jarras de cerveza.
El jamón, cortado a cuchillo está delicioso.
¡Que fácilmente se olvida el cansancio en buena compañía!
El servicio, que tiene todo el aspecto exterior de un armario destartalado, me sorprende en su interior con un bidé rosa.
¿Me habré metido en el servicio femenino?
Mientras me lavo las manos, frente a un ventanuco, puedo ver un patio con gallinas y pollos. Seguro que la tortilla se ha hecho con los huevos de alguna de ellas.
El camino prosigue ahora muy sombreado, con el suelo cubierto de hojas de eucalipto.
Cruzo un río, cristalino, en el que apetece tomarse un baño.
Al otro lado, en plena subida, dos ciclistas se han detenido a tomar un poco de chocolate y me ofrecen. Resisto la tentación.
Cruzó otro río y el camino transcurre plácido y sombreado.
Cuando desemboca en una pista de tierra arenosa, a pleno sol, junto a otro riachuelo, me detengo para descansar en el sombreado prado que hay a la derecha.
Me descalzo y dejo que mis pies se alivien del calor y el cansancio moviéndose libres sobre los frescos tallos de hierba.
A mi lado, una familia come galletas.
Los minutos son tan deliciosos que se van enseguida y ya un poco repuesto, reemprendo la marcha a buen ritmo hasta el km. 43.
Ahí me detengo en un bar, al margen de la carretera, con mesas a la sombra y donde me encuentro con tres andaluces muy simpáticos, con los que tengo un rato de amigable charla, delante de una jarra de cerveza.
Su gracia es tan refrescante como la bebida.
La dueña nos dice que no encontraremos cama en Ribadiso, que es el final de etapa, para donde faltan algo mas de tres kilómetros.
Hay dos opciones: o un albergue a 300 metros o seguir hasta Arzúa que dista unos seis km. Me quedo a 300 metros.
Es un bar y ya está completo, salvo una habitación con cama y baño. La ventana da a la carretera.
Nada más entrar, como siempre, me desplomo sobre la cama.
Tras un buen rato, me ducho y a continuación me echo sobre la cama para dormir hasta las ocho.
Tengo hambre y bajo a cenar: ensalada mixta y pechuga de pollo frita con patatas.
Mientras me sirven llamo a casa.
En la mesa de al lado cenan seis peregrinos: una parejita joven, dos amigas y el hijo de una de ellas, el que ligaba con la italiana, y otra muchacha que tiene unas ampollas enormes.
La conversación se anima y hasta el dueño interviene y nos invita a un chupito de licor café.
Poco a poco todos se van a la cama y nos quedamos solos, charlando animadamente hasta las once.
El sueño me reclama y me despido para buscar el refugio de las sábanas, que me envuelven en un abrazo balsámico que recupera milagrosamente mi cuerpo dolorido.
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