La fe y la buena conciencia son dos realidades distintas, aunque están relacionadas.
Hay mucha confusión entre la gente y un ejemplo típico de esta confusión de la fe con la conciencia lo tenemos en esta expresión: “Debe ser una buena persona porque es cristiano”.
Si pensamos así cometemos un doble error y una injusticia. Un error porque se puede ser cristiano y pecador. Y el otro error, al que se añade una injusticia, es el de suponer que un no cristiano es una mala persona.
A veces se comenta de alguna persona que va mucho a misa, pero que luego no se le nota en la vida real de cada día.
Pues, hemos de saber que ser buena o mala persona no es una cuestión de fe o de religión.
Es una cuestión de conciencia, aunque la fe puede añadir una carga de responsabilidad al ser o no ser buena persona.
La conciencia es esa voz interior que resuena en el corazón de todo ser humano, que dice: haz el bien y evita el mal.
La fe es la respuesta del ser humano a la llamada de Dios, más en concreto, es un encuentro con Dios que se nos da a conocer por medio de Jesucristo.
La voz de su conciencia la oye todo ser humano, pero no todos los seres humanos conocen a Cristo.
Pero el que no conoce a Cristo está tan obligado como el que lo conoce a seguir los dictámenes de su conciencia.
De acuerdo que la fe cristiana puede ser un motivo más para seguir la conciencia. Ya que la fe nos descubre que todo ser humano es imagen de Dios.
Ahí tenemos los cristianos una luz que nos ayuda a ser más solidarios y más justos con todas las personas, ya que reconocemos en ellas la imagen de Dios y sabemos, que son hijos de Dios y, por tanto, hermanos nuestros.
La fe cristiana, además, amplía los estrictos dictámenes de la conciencia. La conciencia nos dice que hay que dar a cada uno lo suyo. Eso es lo justo y lo que se espera de todos y cada uno de los hombres.
Pero la fe nos llama a ir más allá de la justicia, nos invita al perdón y a la misericordia. La fe no sólo ilumina la conciencia, sino que también impregna de amor a la conciencia.
La fe cristiana no añade nuevos preceptos a los derechos y deberes que cabe exigir a todo ser humano. Pero la fe les da un nuevo color y un nuevo alcance.
El samaritano misericordioso de la parábola evangélica hace cosas inauditas, que van más allá de la justicia e incluso más allá de la simple humanidad. Pues no sólo se ocupa de un herido que, en circunstancias normales le hubiera despreciado, sino que lo lleva al hospital y carga con los gastos de hospitalización.
Lo que estrictamente se le podía pedir era que avisara a las autoridades para que se hicieran cargo del herido.
Pero el samaritano va mucho más allá, se pasó de bueno con uno que era su enemigo. En este “pasarse de bueno” la fe muestra su grandeza, la dimensión divina que hay en el creyente, abriendo la vida humana al perdón y a la misericordia.
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