Comer sin sal es para mi un hábito natural desde hace varios años.
El médico me lo recomendó al observar que mi tensión subía más que el besugo por Navidad.
Mi mamá decía que había un dicho como este: “Quien come un huevo sin sal, come a su madre y a su padre si se lo dan”.
Resulta que el tal dicho procede de Salinas de San Juan, en la localidad de Saelices de la Sal, de Guadalajara.
Ahora me como uno y dos huevos sin sal, y pescado cocido, verduras, patatas fritas o cocidas sin esos granitos de sodio.
Y desde luego nunca comí a mi mamá.
La cuestión es que después de años de comer sin sal, mis papilas gustativas aprecian mucho más los sabores de los alimentos.
Mi sentido del gusto se agudizó de tal manera que ahora percibo la sal natural que tienen los alimentos.
Y según mis averiguaciones, los alimentos nos aportan por lo menos la mitad de la sal que necesita nuestro organismo.
Cinco gramos de sal, es lo que necesitamos, y los españoles parece que según las estadísticas consume el doble.
El caso es que ahora un sinfín de sabores inunda mi paladar.
Disfruto y paladeo cada bocado como un manjar.
Al mismo tiempo que la reducción de sal agudiza el sentido del gusto experimento que con la vida ocurre lo mismo.
Cuando agudizo los cinco sentidos descubro que el día me ofrece un sinfín de encantos ocultos.
Descubrir cada uno de esos encantos es una tarea apasionante.
Igual que comer sin sal multiplica el placer de cada yantar, la vida con los cinco sentidos alerta convierte cada día en un gozo.
Comer sin sal me ha descubierto que poquito se necesita para ser feliz.
La felicidad está en lo pequeño, en algo tan diminuto como un gramo de sal.
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