He perdido la memoria. 3 de abril de 2017
La memoria del justo es una bendición (Proverbios 10,7)
Hay días en que lo mejor es no salir de casa. Así de sencillo. Agarrar una buena novela y dejar que pasen las horas tranquilamente…, que mañana será otro día.
O dicho de una manera más llana y ajustándose a la meteorología del alma: “Sopla un viento agudo de costado; es hora de proteger los corazones”.
Lo engorroso del caso es que solo se sabe y reconoce a posteriori.
Este preámbulo viene a cuento porque he vivido una experiencia de frustración y silencio.
Paseaba, como tantos días, camino de mis quehaceres.
Iba por lugares tan conocidos que me permitían pensar, acurrucarme en mi interior, buscando los motivos de mi melancolía y de mi desgana motivada, acaso, por la reacción a la llegada de la primavera o del mes de abril al que ayer había saludado poéticamente con Juan Ramón y Machado.
Hacía algo de calor… Quité la casaca y, casi al mismo tiempo, cogí en la mano el móvil para leer el último wasap.
Todo estaba en orden.
Tres minutos más tarde, me he sentado en casa dispuesto a trabajar. En unos segundos, constato que mi telefonillo se ha ausentado. No aparece por ningún lado. Lo busco con angustia. Rehago el camino por dos veces; pregunto en tiendas y bares…,
y el silencio es la respuesta.
Pido a los amigos que me llamen, pero se constata un silencio delator de ausencias.
Perdido, o me lo han afanado o, para ser más sencillo y exacto, me lo han robado.
Todo en un espacio de apenas setenta y dos metros. ¡El espacio necesario!
Y ahí viene el disgusto, el pesar: ¿Qué hago?…
Por supuesto darle inmediatamente de baja en la compañía. Parece que estas instituciones son expertas y premiosas en este oficio.
Una nueva llamada pocos minutos más tarde… y el sonido achacoso de estar fuera de cobertura o retirado de la circulación.
Pero ahora empieza lo interesante de la cuestión.
Más que “robado”, me siento “desnudo”: sin datos, sin memoria, sin recuerdos…
No sé nada de todo lo que tenía almacenado.
Me he quedado como un niño, en blanco.
Hasta los amigos han huido de mí. Ya nada me une a ellos. No les puedo llamar ni recibir sus llamadas.
Vivo en un desierto cuyo peso constato en mi bolsillo izquierdo.
¿Cuántos años hace que no me sentía así?
Sin duda, desde que tuve el primer celular. Y ya ha llovido por esta tierra.
¡Sin memoria, perdidos los recuerdos que me unen a mi gente! ¿Cómo y a quién acudir?
¿Cuánto tiempo podré resistir esta falta de datos a los que me ataba, sin darme cuenta, como la visión a los ojos?
Mire donde mire, ahora, todo me parece oscuro e incierto. Estoy bastante desconcertado.
Espero que mañana alguien me ayude a encender alguna luz en mi memoria.
Lo preciso como el cántaro que, esencialmente, se decanta por el agua.
Se me ocurren dos comentarios. Uno fruto de una experiencia. En el viaje que hace algún tiempo hice a Israel, por diabluras de la memoria, olvidé el pin para entrar en el móvil. Estuve días sin poder usarlo. Entonces, como no tenía remedio el asunto, solo me dediqué a disfrutar del viaje y no eche de menos el aparato. Entonces me di cuenta de qué no es imprescindible para vivir. El segundo pensamiento es fruto del conocimiento. Por si alguna vez pierdes el móvil definitivamente, hay algo que te puede salvar. Tan sencillo como tener cuenta en Google y sincronizar tu móvil con Google. Si alguna vez tienes que abandonar tu viejo móvil, al instalar el nuevo, gracias a Google lo recuperas todo sin traumas. Eso sí, cuida la memoria de tu cerebro, que esa Google no te la restaura.