De Santa Irene a Santiago. Viernes, 1 de agosto de 2008.
Me levanto a las seis y media.
Casi se han ido todos, solo quedan las chicas de Alicante, que están desayunando. Se lo toman con calma.
Me despido de ellas con la esperanza de que nos encontremos en Santiago.
El día está muy fresco.
Camino despacio, con paso lento, pero a medida que voy calentando, me siento mejor y avivo la marcha.
Enseguida llega la primara subida del día.
Ahora busco ilusionado las piedras que señalan los kilómetros, para ver como van quedando pocos para el final, pues hoy es la última etapa y llegaré por fin a Santiago para cumplir mi sueño.
El camino es agradable, aunque esta primera ascensión se las trae: es larga, interminable, me deja sin aliento.
En momentos así, aún se hace más pesado caminar en solitario, en silencio, con el único rumor de los pensamientos.
Todavía está el suelo empapado a causa de la lluvia del día anterior. Pesan más las botas.
Con todo esto y casi sin darme cuenta dan las nueve sin ver un lugar donde pueda desayunar.
Hasta una hora más tarde, ya en Lavacolla, no doy con el sitio apropiado para descansar y tomar mi consabido refrigerio matinal: zumo, te y un bollo de pan.
No se si se le puede llamar bollo, porque la palabra me sugiere algo ovalado, y este es cuadrado, muy tierno y cubierto de harina.
Mientras recupero energías, desfilan ante mi bastantes peregrinos, algunos ya conocidos, como el francés que viaja con las dos hijas y un grupo de scouts italianos.
Uno de ellos rasguea una guitarra y cantan canciones que me traen recuerdos, otros se mueren de dolor.
De nuevo en marcha, más animado porque ya falta muy poco.
Me espera la subida a San Marcos.
La pendiente es dura y continuada, más de lo que esperaba, o quizá me lo parece.
Como faltan pocos kilómetros se me hacen más largos, y además no encuentro las señales kilométricas cuando me ilusionaba más el verlas.
A las doce y diez me tomo una cerveza en un lugar que se llama “Casa de Amancio”, en Villamaior.
Me dicen que faltan ocho para Santiago.
Llega una furgoneta cargada con pescado fresco. Huelo sardinas.
De buena gana me quedaría a tomar media docena a las brasas.
Sigo caminando, cuesta arriba, hasta las emisoras de Televisión, gallega y nacional. Parece interminable.
A continuación, el Monte do Gozo.
Llego por fin y lo primero que hago es dejar la mochila junto a muro de piedra y entrar en la ermita de San Marcos.
Es pequeña, apacible, acogedora, muy sencilla.
Es el momento justo para hacer una breve oración de gracias.
Salgo para subir hasta el monumento, desde donde debiera de verse la catedral, pero no es así.
Edificios modernos y unos árboles lo impiden, así que el gozo, en un pozo.
Es una pequeña desilusión.
Un grupo de scouts me pide que les haga fotos y me entregan sus máquinas.
Me hacen una a mí y espero que me la envíen.
Cargo de nuevo mi mochila, dispuesto a llegar a Santiago.
Al bajar veo la entrada al albergue y me asomo a echar una ojeada.
Se ve todo muy desangelado, vacío, y con un montón de escaleras, lo que me parece poco práctico para quien llega tan cansado como yo.
El camino transcurre ahora paralelo a la carretera que va al aeropuerto.
Ya entro en las afueras de la ciudad y hay que buscar las señales para no perderse.
Las aceras son de lo peor para los cansados pies, nada cómodas al final del camino.
Quién las haya diseñado no pensó en el peregrino que llega con toda la ilusión a su meta.
Ahora no veo a nadie, es como si llegara yo solo a la ciudad.
Nada más se ven casas, calles, ¿Dónde está la catedral? Es como si se escondiera.
Tengo que sentarme unos minutos para tomar aliento antes de recorrer el último km.
Tras un recorrido interminable de callejuelas llego a la catedral, y entro por la tienda. Hay poca gente. Solo unos turistas.
Busco el acogedor descanso de un banco.
Se está bien aquí. Doy gracias por haber llegado.
Todos los dolores, todos los cansancios se hacen agradables por la recompensa de haber alcanzado la meta.
Son las tres y media.
Diez minutos mas tarde me acerco a poner el último sello en mi credencial de peregrino y recibir la Compostela.
Me voy al hotel, recojo la ropa en la recepción y subo a la habitación para ducharme y dejarme caer en la cama, donde me quedo hasta las siete menos cuarto.
Me voy a misa de siete y media.
No es la del peregrino, pero concelebran dos sacerdotes eslovenos que han venido peregrinando y se dirigen a los peregrinos, así que de alguna manera ha sido algo muy especial para mi.
Una monja canta con voz cálida, el himno a Santiago acompañada al órgano, mientras funciona el botafumeiro.
Toda la emoción del camino se concentra en este instante que lo compensa todo.
Cuando salgo del templo lo hago convencido que he de volver.
El camino ha sido un encuentro y el comienzo de un cambio en mi vida.
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